
La verdad es que viéndola ahí como si por ella no hubiera pasado los años, uno siente algo de añoranza de aquellos tiempos en los que no era nada difícil vivir incomunicado. Todavía hoy me pregunto cómo lo hacíamos para quedar de un fin de semana para otro sin mediar ni una llamada de teléfono. Eso sí, lo que no echo de menos es el tintineo de las monedas al caer, las colas porque alguien había echado veinte duros, las de veces que le he arreado un puñetazo por tragarse las monedas o simplemente no darme la vuelta; el fastidioso pitido que te avisaba de que no te quedaba crédito ni para decir adiós, o el calambrazo que en más de una ocasión me llevaba en la oreja porque a alguien se había llevado la tapa del auricular. ¡Qué paciencia teníamos entonces!
Pero no todo son malos recuerdos, gracias a las cabinas he podido hablar con mi familiares y amistades cuando veraneaba en la playa; colocar un anuncio sin pagar en su cristales, ¡y vaya que si funcionaba! Resguardarme momentáneamente de un chaparrón o conseguir una discreta colección de tarjetas (tengo para cambiar). Aún así, lo dicho, cómo el móvil no hay nada, así que por mí, como si quieren hacer minipisos en ellas.
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